Dios asume nuestros gozos y nuestros sufrimientos

Hoy, como cualquier domingo del año, venimos a escuchar la Palabra, a renovar los signos que Jesús nos dejó como memorial de su entrega y a participar en su alimento de vida. Y lo más importante siempre de nuestra celebración es la presencia activa de Dios entre nosotros. Es esta presencia la que celebramos. Por eso comenzamos con esa gran alegría: el Señor esté con vosotros.

Muchas veces sentimos la necesidad de preguntarle a Dios, ¿cómo te llamas, Señor? Si la gente nos preguntara cómo se llama vuestro Dios, ¿cómo responderíamos? Algo parecido le pasó a Moisés como hemos visto en la primera lectura.

Cuando el pueblo judío quería saber quién era su Dios, halló una respuesta que continúa vigente para nosotros: “Yo soy el que soy, el que está con vosotros”.

Y Dios sigue siendo el mismo, tiene el mismo nombre. No es un señor escondido allí arriba en el cielo, juez serio, tranquilo en su eternidad, sino que es el que está con nosotros, el que nos cuida, nos acompaña, se preocupa de nosotros, nos salva. Es una energía que todo lo ilumina, calienta, vivifica. “El verdadero calor” que diría Jesús a Santa Teresa. El amor que creó el mundo, el imán que todo lo arrastra, el océano en que todo confluye.

Es el Dios de los hombres. Un Dios de personas. Que no pasa de nuestros acontecimientos, Que asume nuestros gozos y nuestras esperanzas, nuestras tristezas y nuestras angustias. Es un Dios que escucha con emoción y compasión las quejas del oprimido – como hemos visto en el relato del Éxodo - ; no es un Dios impasible. Ve y escucha nuestros problemas.

Pero también es un Dios impotente. Su acción necesita una respuesta nuestra. Si nosotros no nos abrimos a esta acción de Dios, Él no puede actuar. El fruto que él espera, si no lo damos nosotros, él no puede forzar. Si nos encerramos en nuestro pecado, él nada puede hacer.

De ahí la reacción tan amenazante de Jesús en el evangelio de hoy: “Si no os convertís, todos pereceréis”. Una reacción que debe servirnos para sacudirnos nuestro habitual adormecimiento cristiano. No es posible llamarse su seguidor y no querer estar al mismo tiempo en actitud de conversión, de cambio, de búsqueda de mayor fidelidad.

Dios quiere que demos fruto, que su amor fructifique en nosotros, y no se contenta con respuestas evasivas o hipócritas.

Pero al mismo tiempo, Dios nunca pierde la esperanza, confía siempre que nos abriremos a su llamada y así daremos fruto de vida.

Convertirse es no querer quedarse estéril, seco y muerto – como la higuera –. Es liberarnos del mal que hay en nosotros para abrirnos a la vida de Dios. Con la parábola de la higuera, Jesús quiere enseñarnos la necesidad que tenemos de dar una respuesta, unos frutos de vida. Frutos de justicia, de amor, de libertad, de paz…No podemos vivir con los brazos cruzados, sin hacer nada, sin ningún esfuerzo. Debemos secundar con nuestro esfuerzo la obra de Dios, debemos realizarnos plenamente como personas haciendo el bien que Dios espera de nosotros.

Si participamos en la Eucaristía es para dar fruto, descubriendo que Jesús – el nuevo Moisés – nos envía a nosotros a luchar en el mundo contra el poder del mal, ese mal que oprime y esclaviza a tantas personas.

Francisco Montesinos Pérez Chirinos